martes, 31 de agosto de 2010

Il barbiere di Siviglia (Prey, Berganza, Alva - Abbado)

Mucho ha tardado en aparecer Gioachino Rossini por este blog, y es hasta cierto punto lógico que lo haga con la que sin duda es su ópera más célebre: El barbero de Sevilla. En realidad, son demasiadas las óperas más o menos “elementales” a las que ni siquiera he aludido por aquí, y a veces me pongo a hacer cálculos, completamente inútiles, de los meses que necesitaría para comentar un número decente de óperas en DVD. En cualquier caso, vayamos pasito a pasito y entremos en terrenos rossinianos, que ya es hora.

Acto 1: Sevilla, siglo XVIII. De incógnito, el Conde de Almaviva se presenta por la mañana ante el balcón de su amada Rosina acompañado de varios músicos y de su criado Fiorello. Enseguida encuentra al barbero Fígaro, quien presta sus servicios en la casa y le informa de que Rosina vive recluida bajo la tutela del viejo doctor Bartolo. A cambio de una buena suma, se ofrece a ayudar a Almaviva a introducirse en la casa y a raptar a Rosina, burlando las enfermizas medidas de seguridad de Bartolo.

En el interior de la casa, Fígaro trata de conversar con Rosina cuando llega Bartolo, que la interroga acerca del motivo de su charla con el barbero. Aparece entonces don Basilio, profesor de canto de Rosina, que informa a don Bartolo de que el Conde Almaviva, a quien saben enamorado de Rosina, se encuentra cerca. Agitado, Bartolo se sincera: su objetivo es nada menos que casarse con su pupila, pese a la diferencia de edad. Basilio le aconseja mantener a raya al Conde extendiendo por la ciudad cuantas calumnias puedan en su contra.

Fígaro conversa con Rosina y le revela una verdad a medias: el apuesto joven que cantó durante la mañana ante su balcón está enamorado de ella, aunque carece, según dice, de riqueza. Poco importa este detalle a la joven, quien ansiosa de librarse de las opresivas condiciones a las que la somete el doctor Bartolo, accede sin pestañear a huir con el joven Lindoro (nombre falso de Almaviva) durante la noche. Cuando Rosina se niega a revelar a Bartolo el contenido de su conversación con Fígaro, las sospechas de este se disparan y la encierra en su habitación.

Seguidamente, y siguiendo las indicaciones de Fígaro, Almaviva se presenta en la casa disfrazado de soldado y fingiéndose borracho. Ante la negativa de Bartolo a darle alojamiento, el escándalo es tal que debe acudir la guardia a imponer la paz.

Acto 2: El Conde prueba a introducirse en la casa de Bartolo con un segundo disfraz: vestido de clérigo, afirma que don Basilio se encuentra enfermo y que le ha encomendado a él dar por ese día la lección de canto a Rosina, quien le reconoce de inmediato. Por desgracia, el propio Basilio irrumpe en la casa, lo que obliga a Almaviva a entregarle con disimulo una bolsa de dinero para convencerle de que se encuentra realmente enfermo y de que debe marcharse de nuevo a su casa. La estrategia sirve de poco, pues Bartolo termina percatándose de que algo raro sucede y expulsa de la casa al Conde, decidiéndose a preparar enseguida su boda con Rosina.

Durante la noche, Fígaro y el Conde se introducen en la casa a través de una ventana y Almaviva revela su verdadera identidad a Rosina. La huida, sin embargo se vuelve imposible, pues alguien acaba de retirar la escala. Al momento llega don Basilio con un notario para oficiar la boda de Bartolo, pero a cambio de un nuevo soborno termina siendo testigo de la boda de Rosina y de Almaviva. Para cuando Bartolo llega, el hecho se ha consumado y no tiene más remedio que aceptar con la mayor entereza posible que Rosina se ha convertido ya en Condesa.

Libreto en castellano.

El barbero de Sevilla (1816) es, con diferencia, la ópera más célebre de Gioachino Rossini, hasta el punto de que su fama ha llevado a lo absurdo de eclipsar el resto de la amplísima producción operística del autor, con excepción de La Cenicienta. Las óperas de Rossini merecen una reivindicación, y por mi experiencia, que reconozco que no es todo lo amplia en el ámbito rossiniano como me gustaría, puedo afirmar que, al menos en mi caso, no se cumple el cliché de que oída una de sus óperas, oídas todas. Especialmente desconocido es, por ejemplo, el Rossini serio, donde encontramos toda una maravilla en Tancredi, representado hace poco en el Maestranza de Sevilla.

El libreto del Barbiere, escrito por Cesare Sterbini Romano, se basa obviamente en la obra homónima de Pierre Augustin Caron de Beaumarchais, de la que ya hablamos en relación a Las bodas de Fígaro de Mozart. Por cierto que Rossini crea su ópera prescindiendo completamente de las “reglas” del antecedente mozartiano (que sí se concebía más o menos como una continuación del Barbero de Sevilla escrito por Paisiello en 1782): el papel de Almaviva se asigna a un tenor (en La Bodas era un barítono), Rosina es mezzosoprano (soprano en la obra de Mozart) y Don Basilio un bajo (tenor en Mozart). Tampoco la apoteosis belcantista de Rossini tiene nada que ver con el lenguaje mozartiano.

Portada de la grabación en CD con idéntico reparto y con Abbado dirigiendo a la Sinfónica de Londres
Ya que he hecho referencia al casi olvidado Barbiere de Paisiello, no deja de ser curioso el que la obra de Rossini llevase por nombre “Almaviva, ossia l'Inutile Precauzione" (“Almaviva o la inútil precaución”) para evitar la confusión de títulos. Lo que sí hay es “confusión de oberturas”. A muchos sorprenderá el hecho de que la famosísima obertura (sí, esa que dirigía Bugs Bunny) esté “prestada” por el propio Rossini de óperas anteriores ("Aureliano en Palmira" y "Elisabetta, Regina d'Inghilterra"), así como el hecho de que la ópera completa estuviera compuesta en el tiempo récord de tres semanas.

Entrando ya en materia, la película que dirigió Jean-Pierre Ponnelle en 1971 ha adquirido con los años la condición de clásico indispensable para el aficionado rossiniano. Naturalmente hay pros y contras, como no podía ser de otra manera, pero la cinta es visualmente muy entretenida. El montaje es, como podía esperarse de otra manera, clásico, ofreciendo visiones de la Sevilla más arquetípica, en la que enseguida se asoma la Giralda y en la que Don Bartolo vive en una casa con azulejos de Triana. Todo es clásico, aunque sin caer en los excesos escénicos de un Zeffirelli, por ejemplo. Ponnelle tampoco busca ofrecer una filmación “realista” en ningún momento, pues la propia música hubiera chocado de frente con ello. Todo el final del primer acto es una apoteosis de lo absurdo filmada también de manera absurda porque sencillamente dudo que pueda hacerse de otra manera, al menos en formato “película” (las filmaciones procedentes de teatros son otra historia). La cuestión es que aún es un montaje vigente que no tiene por qué oler a carcoma, como demuestra su reposición el mes pasado en la Scala con dos “monstruos” rossinianos de hoy como son Joyce DiDonato (conocida también como “yankeediva” en el mundo cibernético) y Juan Diego Flórez.

Hablemos de voces.

Muchos de los rasgos de Fígaro que escribí en relación a Le nozze son aplicables también a la ópera de Rossini. El personaje es aquí más disparatado y carece de sentimientos verdaderamente profundos, ya que lo que le mueve durante toda la acción es el ansia de apoderarse de la recompensa prometida por Almaviva, algo que en absoluto se asemeja al cortocircuito mental que sufre el en Las Bodas a causa del amor, el miedo y los celos. Es un personaje al que se le quiere de manera casi automática, pues encarna de modo cómico una forma de vida más o menos desorganizada pero completamente inocente y llena de buen humor. Por ejemplo, sin salir de las óperas ambientadas en mi hermosa ciudad, en “Carmen” la protagonista también viene a simbolizar más o menos esa libertad, aunque se trata de la otra cara de la moneda, es decir, de una forma vivir que no encierra nada de cómico ni de inocente.

Seamos sinceros: Hermann Prey no es el intérprete ideal para el papel de Fígaro. Se ha criticado hasta la saciedad, y con razón, su falta de “italianidad” a la hora de abordar al personaje. No es, como recuerdo haber leído en alguna parte, un problema de falta de gracia ni de sentido del humor por parte de Prey, sino más bien de hallarse completamente fuera de estilo. Y que nadie se lleve a error: admiro profundamente la hermosísima voz de este cantante, sin duda uno de los mejores liederistas del siglo XX, pero su elección como cantante rossiniano no me parece del todo adecuada. Además, y esto es algo subjetivo, hay algo en este Fígaro que me parece... empalagoso. No sabría describirlo mejor.


Infinitamente más afortunada es la maravillosa Rosina de nuestra Teresa Berganza, una imprescindible mezzo rossiniana cuyas grabaciones han aguantado el tiempo sin problemas, a diferencia de muchos de los cantantes contemporáneos a ella dedicados a este repertorio. Sencillamente adoro el aire reservado y mojigato, al tiempo que pícaro y cruel, que adopta ante el doctor Bartolo. Su control de la voz en las vertiginosas páginas de coloratura es simplemente impecable. Creo que cuando todo son parabienes es absurdo escribir más. Sencillamente, el interés por este DVD caería en más de un cincuenta por ciento si no fuera por la extraordinaria Berganza. Otras grandes Rosinas de la actualidad pueden ser Jennifer Larmore o la antes citada DiDonato, de quien por cierto también tengo el simpático DVD con Saccà y Chausson en ambientación “moruna”.

Luigi Alva (en realidad Luis Alva, pues nació en Perú) es un tenor cuyas grabaciones, a diferencia de lo escrito en relación a Berganza, no han resistido bien el paso de los años. Ya antes de la presente toma había sido el Almaviva de la famosa grabación de Callas, apuntando los problemas que se observarían en años posteriores. No puede negarse que su timbre de tenor ligero fuera bello ni que fuese capaz de manejarse en las agilidades. Su problema es que su voz tendía en ocasiones a perder consistencia en la coloratura y quedaba reducida a un hilo opaco desagradablemente similar a un maullido. En años posteriores, cantantes como Blake, o más recientemente, Flórez, han sabido aportar a estos papeles un mejor dominio de la técnica. ¿Virtudes del Almaviva de Alva? Digamos que me gusta sobre todo su comicidad en la escena de la falsa borrachera y en su entrada como discípulo de Don Basilio (“Pace e gioia”), cantada con voz nasal.

Por cierto que el papel de Almaviva fue concebido por Rossini para baritenor y no para contraltino, como era el caso de Alva. El baritenor se caracteriza, como su propio nombre indica, por alcanzar notas graves propias de la tesitura baritonal, siendo capaz de saltar al agudo y viceversa con gran agilidad (canto di sbalzo). El contraltino, en cambio, es capaz de alcanzar más limpiamente los agudos y sobreagudos, algo en lo que paradójicamente falla Alva (1).


El doctor Bartolo es mi personaje favorito. Su vano intento de casarse con su joven pupila resulta grotesco, así como las asfixiantes condiciones de vida (o de encierro) a las que la somete. Pero el personaje se gana la simpatía del público por el continuo sufrimiento que para él supone la “barbara giornata” en la que Fígaro, Almaviva y Rosina alían sus fuerzas contra él. La cantidad de malos tragos que afronta y su comprensible incapacidad para entender lo que está sucediendo en su propia casa son ciertamente cómicas. Para ello, me parece imprescindible contar, además de con un cantante virtuoso, con gran actor. Y aquí contamos con ello: Enzo Dara, de aspecto juvenil pero que debidamente caracterizado es un Bartolo más que convincente por mucho que pueda superársele desde el punto de vista vocal. Explicaré por qué.

Dara fue un entregado bajo buffo belcantista que tomó una importante parte en la Rossini renaissance y que tampoco estuvo exento de problemas técnicos más o menos serios. Es el suyo un Bartolo de voz por momentos algo engolada, reconozcámoslo, pero de un sentido del humor descacharrante. Todo en él, incluidos sus movimientos y expresiones faciales, destila comicidad y una profunda comprensión del personaje, aun por encima de sus medios vocales. Su “A un dottor della mia sorte”, con el tempo acelerado que le imprime Abbado, sigue siendo mi versión favorita.

En cuanto a los secundarios, Paolo Montarsolo (Don Basilio) tiene una voz bien diferenciada respecto de la de Dara (Bartolo es un papel apropiado para bajo bufo y Basilio para un bajo natural) pero que nunca ha terminado de gustarme del todo, y más después de haber escuchado La calunnia al gran Ghiaurov. Ponnelle le caracteriza como un clérigo de aspecto envejecido y miserablemente empobrecido. La Berta de Stefania Malagú canta su aria del segundo acto (“Il vecchiotto cerca moglie”) contemplando con lágrimas el retrato de Bartolo y sugiriendo, por tanto, un amor oculto hacia él. Como curiosidad, tenemos a Luigi Roni en el papel de oficial. El reparto se cierra con Renato Cesari (Fiorello), Karl Schlaidler (notario) y Hans Kraemmer como un permanentemente adormilado Ambrogio.

La dirección de Claudio Abbado, al frente de la Orquesta del Teatro alla Scala tiene dos cosas de especial interés. La primera, y la más importante, es verle de jovencito dirigiendo con cierta timidez y, sobre todo, con esa melena que parece más propia de un fan de los Beatles que de un director de orquesta. La segunda es el seguimiento de la partitura original de Rossini, lo que convierte a esta en la primera grabación historicista del Barbiere, no en el sentido de los instrumentos empleados por la orquesta, pero sí en lo que atañe a la dirección de aquélla. Por cierto que la labor de Abbado a la batuta es aquí bastante superior al posterior y olvidable registro con Domingo y Battle.


Puede parecer, al leer esta entrada, que el presente Barbero no es una opción plenamente consistente. La cuestión es que yo sigo viendo esta película con sumo agrado, aunque sólo sea por Berganza y por Dara. Pese a aquellos puntos en los que el reparto falla, es una opción muy disfrutable en DVD, divertida y de innegable saborcillo clásico y desde luego obligatoria para cualquier rossiniano que se precie.

(1) Para más información sobre la vocalidad rossiniana en general y sobre la distinción entre baritenores y contraltinos en particular, véase la obra de Antonio Domínguez Luque, “Gioachino Rossini, más allá del Barbiere” (Ed. Lulu), pág. 185.


















lunes, 30 de agosto de 2010

Tres culturas y dos helicópteros

Tan solo unas líneas para referirme al desconcertante concierto del pasado viernes en el Alcázar, titulado “Música de las tres culturas en la España medieval”. La música andalusí (que no tanto la sefardí) se me hace cuesta arriba, supongo que en buena medida a causa de su exotismo. Tampoco me convenció la voz de César Carazo, reducida a un llamativo falsete en demasiadas ocasiones al ascender hacia el agudo. Como intérprete de la viola de brazo, su primera intervención (supongo que sería en la Cantiga de los conejos asados, que ya escuché a Axabeba hace sólo unos días) me dejó más que frío. En este sentido, mejor parado salió el acompañamiento instrumental de Luis Delgado.

Lo más llamativo fue la presencia nada menos que de dos helicópteros volando en círculo sobre el lugar, al aire libre, del concierto, con la consecuencia de que poco pudo oírse de la mitad en adelante. La razón: el inicio al día siguiente de la vuelta ciclista a España, partiendo desde Sevilla.

martes, 24 de agosto de 2010

Axabeba y la "Accademia de Hamelín"

El ciclo de conciertos de “Noches en los jardines del Alcázar”, que celebra ahora su undécima edición, supone un paréntesis en el tedio musical que es el verano sevillano. El pasado viernes, atraído por la presencia de Fahmi Alqhai, acudí al concierto del conjunto Accademia del Piacere, integrado como digo por los hermanos Alqhai y por la alemana Johanna Rose. El concierto, dedicado íntegramente a Johann Sebastian Bach y con el título de “Memorias de Leipzig”, ofrecía un programa cuanto menos curioso teniendo en cuenta que el conjunto constaba de tres violas de gamba: quintón (Fahmi Alqhai), y bajo (Rami Alqhai y la citada Johanna Rose). Precedidos por el Contrapunctus VIII de “El arte de la fuga”, el grupo deslumbró en una delicadísima interpretación de parte de las Variaciones Goldberg (catorce de ellas, junto con la famosa Aria que abre y cierra la obra) bellamente adaptadas a los tres instrumentos. Aunque siempre son preferibles los instrumentos para los que Bach pensó cada obra, la idea de adaptar su música para teclado a conjunto de cámara volvió a funcionar con la Sonata en Trío, BWV 530 para órgano, una de tantas maravillas casi ignoradas del genio de Eisenach.

No pude evitar distraerme en algún momento. La culpa la tuvieron ni más ni menos que las evoluciones de una rata que, vista desde la fila 18, era bien grande. Una señora, sentada junto a mi madre, la vio pasar de refilón y exclamó: “¡Allí hay un gato!” Supongo que una observación más prolongada del animalito la sacó del error, porque tiempo dio de contemplar cómo correteaba de lado a lado por una de las cornisas mientras que los tres músicos permanecían ignorantes. A cada aparición de la rata seguían murmullos varios del público, mientras que los músicos (más cerca de ella que nadie) continuaban a lo suyo, como si de una película cómica se tratase.

Es inevitable que en un jardín de cierta extensión haya bichos, pero ratas... no. Tirón de orejas para los responsables de su mantenimiento, quienes quiera que sean.


Ayer, lunes 23, acudí de nuevo, esta vez para escuchar al cuarteto Axabeba, del que ya tuve una grata impresión en el concierto-maratón de ayuda a Haití que se hizo hace unos meses en la Iglesia de los Terceros a instancias de la Orquesta Barroca de Sevilla. Escuchando los discos de este grupo medieval, resulta evidente la mejora que ha supuesto la inclusión de Alberto Barea, reforzando las voces y aportando el uso del organeto al tiempo que interpreta los vientos (chirimía) junto con un magnífico Ignacio Gil, que se llevó tal vez el mayor aplauso. Mucho más me convenció en esta ocasión María Dolores García, especialmente en el Caritas abundat de Hildegard von Bingen, cantada desde fuera del escenario (concretamente desde una ventana del edificio de atrás) y acompañada por José Luis Pastor, quien además de hacerse cargo de las cuerdas medievales se ocupó de introducir de forma amena cada una de las piezas. Hubo bromas entre los músicos, buen humor y calidad musical en un entorno bello. El programa, titulado “Collage medieval”, se componía de diversas piezas de variado origen de los siglos XIII y XIV: del Llivre Vermell de Montserrat y las Cantigas de Alfonso X a las danzas inglesas o italianas, pasando por canciones sefardíes o por una magnífica “Ecco la primavera” de Landini.

Muy disfrutable.



Tempus transit gelidum / Estampida sobre el tema (Carmina Burana) – Axabeba

jueves, 12 de agosto de 2010

Tras los pasos de Mozart

Del 26 de julio al 3 de agosto, víspera de mi cumpleaños, me encontré haciendo un amplio recorrido por diversas ciudades de centroeuropa, y entre ellas las que más vinculación tienen con la figura de Wolfgang Amadeus Mozart: Salzburgo, Viena y Praga. Me pasé las semanas previas al viaje afirmando que acudiría a dichas ciudades “en peregrinación idólatra”, y en parte así fue. Antes de entrar en materia entraré en el terreno de lo personal y explicaré por qué.

Mozart ha sido lo más parecido a un ídolo para mí desde que tengo uso de razón. No guardo recuerdo en mi memoria del momento en que lo descubrí, pero sí me acuerdo de lo mucho que me impactó escuchar su trilladísima sinfonía nº 40 en el colegio cuando tenía siete años. En aquél tierno segundo de primaria, cada miércoles a las nueve de la mañana cada alumno debía colorear “la ficha de Nacho y Cuca”, es decir, unos dibujos en los que se veía a una pareja de hermanos comportándose ejemplarmente. Lo importante es que aquélla “asignatura” llamada PFA (“plan de formación del alumno”) se desarrollaba mientras escuchábamos música clásica en la radio. Cada semana era un compositor diferente, y agotado el listado volvíamos a empezar de nuevo siempre sobre las mismas obras. Recuerdo perfectamente cómo nuestro joven profesor colocaba en la pared los retratos de los compositores que escuchábamos. Mozart no tardó en aparecer visualmente en el famoso retrato póstumo de Barbara Kraft y musicalmente en la ya citada sinfonía nº 40 (naturalmente sólo el primer movimiento). Creo que ocurrió en la segunda semana, pues en la primera tocó “Las cuatro estaciones”. Pues bien, el impacto en mí fue tal que terminé pasándome los días canturreando la famosa melodía, y no exagero si digo que me recuerdo con toda nitidez buscando esa obra en un vinilo que había por casa o cantándola en el baño o por la calle. Una vez que conocí al completo el repertorio que nos ponía el profesor le preguntaba con gracia a mis padres “¿qué te canto?”.

Por esas mismas fechas, mi madre participaba en un coro de aficionados con un nivel más que sobresaliente para lo que se espera de ese tipo de agrupaciones, y la música de Mozart, esta vez la encantadora Misa del solo de órgano, volvió a grabarse a fuego en mi mente. Al año siguiente acudí al Conservatorio junto con mi madre y con mi hermano, pero los horarios del colegio, de mañana y tarde cada día, prácticamente no me dejaban tiempo para dedicarme a las tareas de música, por lo que mi aprendizaje no pasó de primero de solfeo. Pero Mozart siguió ahí. Ahora mismo me veo vestido de paje en una de las procesiones de Corpus Christi de Sevilla, con la peculiaridad de que yo decía que iba “vestido de Mozart”.

La ilusión por visitar esos lugares era, como se comprenderá, considerablemente grande. Aunque no cabe ningún acercamiento aceptable a la figura del salzburgués si no es a través de su música, el contacto con su mundo y entorno físicos consiguió sobrecogerme. Entrar en su casa natal en Salzburgo y moverme por las mismas habitaciones en las que él habitó durante diecisiete años (es la casa en la que mayor tiempo vivió) contemplando cartas, composiciones, objetos personales y retratos, es toda una experiencia para alguien como yo. Particularmente estremecedor me pareció leer por mis propios ojos la siguiente carta de Leopold Mozart al editor Lotter de Augsburgo:

“Por lo demás le informo de que el 27 enero mi esposa dio a luz felizmente un niño. Hubo que quitarle la placenta. Estaba sumamente débil. Pero ahora, gracias a Dios, madre e hijo se encuentran bien” (9 de febrero de 1756).

El tono rutinario y despojado de toda solemnidad en el nacimiento de un hombre tan esencial en la historia de la música conmueve y estremece a partes iguales. Supongo que la visita a ese edificio no significará nada para quienes no muestren el menor interés por Mozart. Para otros, más sensibles a la cultura y aprovechando que se encuentran en Salzburgo, será una visita curiosa desde el punto de vista meramente turístico. Por último, para los que son como yo, es algo profundamente emotivo. Sólo una pequeña pega: deberían disponer de letreros en castellano, como en la otra casa de Mozart en Salzburgo. Una preciosa ciudad que parece haber olvidado lo mucho que Mozart la detestó, pues él está presente continuamente en cada calle y en cada escaparate. Aunque suene curioso conociendo la aversión de Mozart por Salzburgo y los salzburgueses, no podía esperarse menos de una ciudad civilizada.

En Viena, una ciudad que me encantó, pude visitar la hermosa estatua del compositor en el Buggarten, aún más bella que la de la Plaza Mozart de Salzburgo, y pasar ante la “Casa Fígaro”, el “Café Tomaselli” y la vivienda en la que escribió su primer “bombazo” vienés: “El rapto en el serrallo”, encontrada por casualidad mientras caminábamos por el centro, al igual que otra casa habitada por Haydn frente a la iglesia de San Miguel.


La visita a Praga, una ciudad tan querida por Mozart y que tanto quiso a Mozart, era obviamente de interés especial. Durante todo el tiempo resonó la sinfonía “Praga” en mi mente. No pude visitar Villa Bertramka por falta de tiempo, pero sí la iglesia de San Francisco (frente al precioso Puente de Carlos), en cuya sacristía también se dice que Mozart compuso partes de su Don Giovanni. Pero por supuesto, lo mejor fue el Teatro Estatal u Ópera de los Estados (también llamado antes Teatro Tyl), el único teatro que se conserva en pie en el que trabajó Mozart, cuyo aspecto se mantiene idéntico al que presentaba en el siglo XVIII. Ya en mayo, antes de que hubiésemos contratado el viaje, escribí aquí sobre lo especial que sería para mí visitarlo. Allí, en ese teatro pequeñito y de interior precioso y buena acústica, estrenó Mozart Don Giovanni y La clemenza di Tito. Tuve la fortuna de entrar, lo que debo agradecérselo a mis padres y sobre todo a mi hermano. Al parecer no hay forma de acceder al interior si no es acudiendo a algún concierto, y por suerte lo había cuando llegamos. El programa, llamado “Mozartissimo” era una recopilación de las arias de ópera más conocidas de Mozart interpretadas por una soprano y un barítono acompañadas de un conjunto de vientos. Pues bien, la visita me dejó un sabor agridulce. Acepto que sean conciertos fuera de temporada, que estén pensados para hacer caja y que sean para turistas, pero un teatro con semejante importancia debe mantener un mínimo de... dignidad. Siendo un teatro prácticamente nuevo, estoy absolutamente convencido de que el Maestranza de Sevilla jamás acogería un espectáculo tan bochornoso, sobre todo por parte de aquél barítono de cuyo nombre no quiero acordarme. Tampoco me parece de recibo que la señora encargada de ¡vender! el programa fuese incapaz de entender algo tan elemental como los números en inglés, o que otra empleada nos invitase a abandonar el teatro a los pocos segundos de terminado el espectáculo mediante el poco amable gesto de agitar las llaves a nuestra espalda. Tal vez lo más triste fue ver a algunas mujeres elegantemente vestidas: si se trataba de turistas tan despistadas como yo nada importa, pero de tratarse de praguenses que consideran dicho espectáculo digno de un bonito vestido, ello evidenciaría un nivel musical simplemente catastrófico en ese teatro. Pero no nos engañemos: por mucho que fuese atractivo escuchar allí algo de Don Giovanni (yo mismo lo califiqué antes de “un pequeño sueño”) lo que más me interesaba era acceder al interior. Además, la mala calidad del cantante nos permitió echar unas risas en la pizzería Giovanni, muy cerca del teatro, donde cenamos.


Me he sentido muy bien, como el que es acogido amablemente en casa de un buen amigo. Un amigo de toda la vida.

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